Los seres humanos estamos varados a las costas de una infinita pregunta: ¿para qué contar historias? Hay quienes sostienen que el trabajo del narrador es un noble oficio entregado a la búsqueda de cierto conocimiento. Así se explicaron las historias y los mitos escritos por los poetas clásicos que perviven aún en nuestros días y que son un vestigio de las leyes y las verdades que rigieron el universo de otro tiempo. Así se explican las leyendas bíblicas que trataban de ser evidencia del milagro, prueba irrefutable de que dios estaba siempre entre sus fieles y el peligro. Hay quienes dicen que narramos para educar: para recordarnos los errores del pasado o para poner sobre la mesa antiguas moralejas que nos harán más afortunados en los pasajes y callejones de la vida. Así se explica la larga supervivencia de nuestras leyendas o el éxito que tuvieron los volúmenes recopilados por los hermanos Grimm, por ejemplo, donde se repetían historias y enseñanzas de folclores antiguos. Yo me niego a creer que una historia, necesariamente, debe tener alguno de estos fines.
Quizás, a los seres humanos nos fue dado el don del sueño y la imaginación para que hiciéramos con ellos un mundo nuevo. Ninguna ciencia ni crítica literaria puede entender las verdades que caben en la cabeza de un niño que corre bajo el sol o entender los universos que le son negados al insomne. No se equivocaba Borges cuando afirmaba que la literatura es «un sueño dirigido» y no se equivocan aquellos que persiguen la tarea interminable de dominar esos sueños, esos asombros, esos secretos, esos misterios, con la humilde herramienta de la palabra.
Pero también nos ha sido dada la pesadilla. El miedo y la supervivencia son tan constituyentes del ser humano como la necesidad de conocer, como el hambre, como el amor o la duda. La pesadilla es un recordatorio de la debilidad, un recordatorio de que estamos pisando tierras pantanosas y que somos diminutos, vulnerables, que nunca dejamos de estar en la intemperie y que nunca dejamos de escuchar como tocan a nuestra puerta los espectros del peligro. Diego Montalvo pertenece a un grupo de escritores que ve en la literatura el oficio necesario –y quizás la única herramienta– para contener a las pesadillas.
Montalvo transita un terreno cenagoso, pero deslumbrante. Recuerdo que uno de los primeros libros que atrapó mi espíritu y lo condujo hacia la feliz prisión de la lectura fue la novela «El corazón de las tinieblas» de Joseph Conrad. Desde entonces, pocas cosas he encontrado que logren reflejar, con tanta precisión y maestría los espíritus y las luchas humanas que nos atacan cuando llega el paso inevitable de la juventud a la adultez: el deseo de sobrevivir, el horror de la locura y la violencia, la gangrena que se apodera de las almas abandonadas. Montalvo busca formar, con el barro de las palabras, un monumento a estas verdades que nos definen y nos marcan, pero sobre todo, que nos recuerdan que existe aquello llamado asombro, aquello llamado fascinación.
Guiado por enormes maestros como Hoffman, Maupassant, Conan Doyle o Dickens –rastreables, de cierta forma, en su escritura– nos abre las puertas hacia un asombroso desierto donde el único sol es el horror y la única luna es la pesadilla. Pero allí, en este territorio de desolación, se alzan los más luminosos valores humanos, encarnados –a la más clara usanza de las grandes novelas del género– en una detective: la valentía, la lealtad, el milagro de la justicia, la memoria, el deseo de vivir. La pesadilla se vence cuando el horror choca con el coraje, cuando apretamos los dientes y rogamos, rogamos en nuestro interior, que el desaventajado protagonista encuentre una salida, una salvación, resuelva un misterio. La imaginación es quién nos conduce a este abismo.
A Diego Montalvo le importa la imaginación, que es el alma de la ficción, la imaginación que es, quizás, el único dios capaz de hacer que nuestro corazón palpite de triunfo o de terror en el pecho de otro. Aplaudo y agradezco que exista en este país, en estos tiempos, un escritor que tome la tarea de contar con el fin el más noble: darnos la oportunidad de imaginar. Quizás ahí está una respuesta a aquella infanta pregunta. Narramos porque siempre habrán lectores o escuchas que dejarán de lado el día y la noche para seguir, paso a paso, los fracasos y los aciertos de un personaje enfrentado a la inmensidad del peligro. Porque siempre habrá lectores que se reconozcan en esos héroes débiles pero porfiados. Porque siempre hay en algún rincón, en alguna casa, en alguna habitación, un espíritu que transita en otras calles, en otros tiempos, en otras pesadillas, y se deja cubrir por la espuma de la lectura, que es, al final de todo, la forma más perfecta del asombro. Por eso narrar: porque pasarán las décadas y seguiremos buscando un rincón en la casa, un recodo en nuestros años, un descanso en nuestra luz, para estremecernos, para temer o vencer, para imaginar.
Me alegra saber que la literatura de horror y la novela negra, en Ecuador, con Diego Montalvo, empiezan a tener un lugar seguro. Y que hay, en este país, un escritor entregado a la valentía de prometer largas madrugadas, largas noches de asombro. Ahora él tiene una responsabilidad con sus lectores: ellos seguirán pidiendo más del agua necesaria que es una buena, estremecedora historia, como la que tenemos delante.
Texto tomado de:
https://www.elangeleditor.com/noticias/presentacion-del-libro-spider-de-diego-
Wow, me encanta este personaje jajajajaja
ResponderEliminarse ve super buena
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